Con la perspectiva que da el tiempo, muchos occidentales que en un
primer momento apoyaron las revoluciones árabes miran ahora con ojos
de temor el aparente fruto de esa primavera. Algunos respiraron con tranquilidad al escuchar noticias de un golpe de estado contra Mursi -pese a ser, de todos modos, un golpe de estado.
Todos los países involucrados, desde Marruecos a Siria, han visto aumentar
su base islamista. En Siria
milicias islamistas como al-Nusra
ganan influencia. En Marruecos y en Túnez dos partidos islámicos se hicieron
con el poder en las últimas elecciones. Hamas, por su parte, gobierna la franja
de Gaza desde hace años. En Egipto hasta el golpe hace dos semanas eran los Hermanos Musulmanes los que gobernaban.
Dado que no hay ninguna facción de entre las anteriores que haya
llegado a una esfera de influencia tras usar la violencia (salvo al-Nusra) es
difícil pensar que toda esa gente no estuviera allí desde antes. Simplemente no
eran escuchados. Sin embargo, el nuevo panorama les da mayor libertad de
actuación.
La mayor parte de los que se lanzaron a las calles de Rabat, Damasco o
Cairo eran liberales. Querían más democracia, mayor participación y más reparto
de la riqueza. Y pedían soluciones a problemas como el desempleo y ruptura con
el antiguo régimen.
Sin embargo, siguiendo un modelo muy familiar, lo que empezó siendo una
revuelta liberal se ha convertido en una de corte islamista. Del mismo modo que
los palestinos primero abrazaron Fatah para luego lanzarse a los brazos de
Hamas, el resto de ciudadanos de las revueltas árabes han recorrido el mismo
camino, sólo que acelerado.
Es un patrón conocido. Fatah, al igual que Mubarak, Gadafi, Assad o Ben
Ali, representaban al antiguo régimen. Para sus ciudadanos, la bandera del
cambio es la de los islamistas.
Esto no debería extrañar ni preocupar a occidente. Se trata de una
evolución natural y que no tiene
por qué mantenerse. En Egipto, los Hermanos Musulmanes estaban en el poder hasta hace poco, pero cada vez tenían más problemas para solucionar lo que a la gente de veras
le interesa. Y una vez despertada,
la sociedad egipcia -como las demás- no se ha quedado de brazos cruzados. De ahí el reciente golpe de estado al gobierno de Mursi.
Incluso aunque los islamistas se quedaran en el poder, un gobierno con marcado
carácter religioso no es tan extraño. A fin de cuentas, en Estados Unidos
acuñan sus monedas con la frase “Confiamos en Dios”, en Inglaterra el Gobierno
está supeditado a la cabeza de la Iglesia anglicana y en muchos otros países el
presidente del gobierno jura su cargo ante la Biblia.
Es más, también en los países occidentales hay alternancia de poder
entre partidos más liberales y seculares y otros más influenciados por la
religión. Pero mientras haya libertad para elegir y alternancia en el poder, no
debería ser ningún problema.
Otra cosa es la preferencia de cada uno. Los laicos y liberales
preferirían sin duda un gobierno a la francesa, sin ataduras religiosas.
Por el camino habrá avances en algunos asuntos, como una mayor apertura
democrática y un despertar de la sociedad; y otros que serán pasos
hacia atrás. Los casos de Gaza o Irán, donde triunfaron revoluciones
islámicas hace tiempo, muestran el camino, con sus luces y sus sombras.
De hecho, si sirve de algo para tranquilizar a los que se preocupan por
un futuro islamista, no hay mejor argumento que mirar a la gente que sigue
echándose a la calle. Son seculares.
La deriva actual de la sociedad árabe, tras la ola inicial de islamismo
-la opción más fácil y visible- es la del secularismo. Ésa va a ser la segunda
Primavera Árabe, la que Egipto una vez más, parece encabezar.
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