El mundo se despertaba a finales de abril con las horribles
imágenes de un avión civil de carga estrellándose en Afganistán. La enorme
bola de fuego daba una imagen de la tragedia.
El avión era un Jumbo, un Boeing 747-400 que sólo llevaba carga a
bordo. Ésta carga eran en su mayoría material militar, vehículos y otros suministros.
No parece que fuera víctima de ningún ataque y por ahora, la opción más
plausible es que se trata de un accidente.
Probablemente la carga se soltara de sus amarres durante el despegue,
fuera empujada hacia la cola y alteraría el centro de gravedad del avión. Es
sin duda la causa más probable.
Sin embargo este accidente trae a primera fila un problema que
normalmente se olvida: las guerras son cada vez más privadas y los estados
dependen cada vez más de mercenarios.
A meses escasos de que la OTAN deje Afganistán y con Iraq ya
abandonado, hoy en día hay más
personal no militar que militares americanos en estos dos países. Estados
Unidos se ha acostumbrado a luchar sus guerras a distancia -mediante aviones no
tripulados- y subcontratando a otros.
La mayoría de estos contratistas son personal no-combatiente. Son
ingenieros, médicos, capataces y toda clase de jefes de proyecto,
pertenecientes a empresas occidentales que han ganado concursos de
reconstrucción. También hay muchos que son mano de obra local.
Pero luego está la categoría de los mercenarios.
Éstos son los que se encargan de la seguridad de las bases o -como en el caso
del avión accidentado- del transporte de personal y material a los teatros
operacionales.
No es algo nuevo. España vivió en sus propias carnes lo que significa
contratar a terceros con el accidente del Yak. Pero la influencia de los
contratistas ha aumentado conforme aumentaban los conflictos en los que se ha
visto involucrado Estados Unidos.
Hoy en día podemos encontrarnos mercenarios en Iraq o Afganistán, pero
también combatiendo la piratería en Somalia, ayudando a los franceses en Mali,
asesorando a los rebeldes sirios o manejando la mayor base aérea de Kirguizistán.
Esto ha hecho que los ejércitos modernos, empezando por el
estadounidense, dependan en gran parte de los mercenarios. Sin ellos, las
operaciones de la OTAN en Afganistán cesarían de inmediato porque no hay ningún
país de la coalición, ni siquiera Estados Unidos, que sea capaz de, por
ejemplo, mantener la capacidad de carga que operan los distintos
subcontratistas.
Las tropas se quedarían sin municiones y sin combustible, pero también
tendrían que dejar de patrullar para ponerse a hacer labores como pelar patatas
o vigilar las bases. Trabajos que en otro tiempo eran asignados a los soldados
y hoy son hechos por mercenarios.
Eso se refleja en su factura. Entre 2008 y 2011, empresas como
Blackwater o DynCorp se embolsaron un total de 132 mil millones de dólares, un
presupuesto mayor que el de cualquier otra agencia americana en ese mismo
periodo. Y hay que tener en cuenta que ésa es sólo la factura de Estados Unidos
y además no incluye todos los contratistas. Personal como los de la seguridad
de embajadas no está incluido en ese número.
Al tema económico se le une también el problema moral que ocasionan los
mercenarios. Son varias las veces que se han visto envueltos en escándalos
en Iraq y Afganistán, algunos muy sonados.
Pero incluso tras escándalos como los de Blackwater, el ejército de mercenarios
no ha hecho sino aumentar. Se trata sin duda de un buen negocio para muchos.
¿Pero a qué precio para los estados?
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