El ocaso de Estados Unidos como superpotencia solitaria se vislumbra ya
en el horizonte. China llega apretando con fuerza. En algún momento entre 2015
y 2020 -según a quién acudamos- el gigante asiático se convertirá en la primera
economía mundial.
En un tiempo donde los soldados han dejado paso a los brokers de la bolsa y las invasiones territoriales
a las adquisiciones de empresas, eso significa poder y control.
Ha sido un camino relativamente corto para China. A nivel económico la
evolución ha sido exponencial. Allá por 2003, China era la sexta economía
mundial. En 2004 superó a Francia. En 2006 a Reino Unido. En el 2009 cayó
Alemania. Y en 2011 Japón cedió la medalla de plata.
A día de hoy, China lidera el ranking
de población. Pero también el de conexiones
a internet, consumo
energético por cabeza y parque
automovilístico. Estos factores -su enorme población y su mercado interno-
es lo que ha permitido al país crecer a un ritmo de media en torno al 10%
anual.
Este crecimiento ha ido de la mano del incremento del nivel de vida de
los chinos. De media, sus salarios han crecido un 10% anual
desde 2006.
Algo similar ha ocurrido con el desarrollo de la industria. En veinte
años ha visto pasar a un ritmo acelerado una revolución industrial que en
Europa y Estados Unidos duró más de 200 años. Hoy en día es la mayor fábrica de
todo tipo de artículos de alta tecnología.
A ello ha contribuido una masiva
migración del medio rural a las ciudades. 120 millones de chinos han dejado
atrás los campos para pasar a engrosar las plantillas de las fábricas en enormes ciudades
con la población de países enteros.
También ayuda el hecho de que China controle
la producción de metales de tierras raras, unos elementos imprescindibles para
todo tipo de dispositivos, desde teléfonos móviles a lavadoras.
Esta explosión económica y de desarrollo acelerada ha ocasionado
estampas peculiares. Tiene tintes extremos. Como buenos copiadores, los chinos
cogieron lo que quisieron del sistema capitalista -su economía- y lo que
quisieron del comunista -su organización administrativa- creando un cóctel
peculiar, único y a veces, salvaje.
La herencia comunista hace que la burocracia china sea temida,
especialmente por los expatriados que trabajan allí. Es una mezcla de reglas
comunistas mezcladas con tímidas aperturas liberales que resulta un laberinto
difícil de navegar. Por otra parte, esa misma burocracia hace que la economía
capitalista a veces tenga que moldearse alrededor de supuestos estúpidos o
salvajes.
Una clara muestra de ello son las “nail houses” (casas clavo). En los 60, el gobierno
comunista podía expropiar terrenos a su antojo pagando compensaciones muy
bajas. Con la introducción de leyes de propiedad privada en 2007, los
propietarios ganaron cierto poder de negociación.
Ello llevó a situaciones estúpidas. Por toda China hay ejemplos de
residentes que se negaron a vender sus casas y los constructores edificaron
desde centros
comerciales hasta carreteras
a su alrededor.
Una de las cosas que los chinos han aprendido a hacer extremadamente
bien es protestar. A veces sus voces se oyen, otras veces no.
En los últimos años el tema medioambiental ha sido un foco continuo de
protestas: el agotamiento
de los acuíferos, la polución
del aire o los “pueblos
cancerígenos” son sólo algunos ejemplos. Quizás no siempre había detrás una
motivación ecológica, sino económica, pero de un modo u otro han estado
presentes.
A ello se han unido las denuncias por corrupción, violaciones de los derechos
humanos y la lucha por los derechos civiles, un campo donde el artista Ai Weiwei ha sido
su máximo portavoz en los últimos años.
Los avances, sin embargo, tanto en medio ambiente como derechos humanos
han sido tímidos. Ambos son un daño colateral que el gobierno chino está
dispuesto a asumir si con ello consiguen progresar. No así en temas de
corrupción, donde China empieza a actuar con algo más que
palabras.
De puertas hacia adentro, China se ha preocupado de dejar claro a sus
ciudadanos que su importancia mundial se ha incrementado. Los mega-proyectos
arquitectónicos como el de la mayor
presa del mundo, el ferrocarril
a mayor altitud o uno de los puentes
más largos del mundo han puesto a China aun más si cabe en el mapa.
Pero no sólo de cemento se nutre el orgullo chino. Desde que en 2008
alojara los Juegos Olímpicos, China ha pasado a controlarlos
en la última edición de Londres. Asimismo, parte militar, parte civil, su programa
espacial autóctono es una hazaña de la que muy pocos países pueden
presumir.
Al aumento de prestigio se le ha unido el del nivel de vida. Los
mayores salarios han hecho de los chinos los turistas que más gastan
fuera de sus fronteras y, por tanto, los más deseados -aunque también sean los más problemáticos.
China tiene todos los ingredientes para convertirse en una gran
potencia. Ya lo es a nivel regional. Pero la duda continúa sobre si podrá
erigirse también como una superpotencia mundial.
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